Los discípulos de Jesús recordaron al profeta Elías y, como él, querían hacer descender un fuego que consumiera a los samaritanos por no dejarlos cruzar por su ciudad. El resentimiento y el rencor movía sus corazones haciéndoles pensar que Dios debía dar una lección a sus ofensores. El Señor los hizo rectificar, les mostró el valor del perdón y les dejó claro que el propósito de Su Evangelio es para salvación.
Años después, con el avance de la iglesia en el primer siglo, sí descendió fuego sobre Samaria, fue llevado por el Espíritu Santo usando a Felipe, un joven ungido y sin prejuicios quien provocó un gran avivamiento (Hechos 8:5-7).
El fuego de Dios no es como un incendio forestal que arrasa con todo a su camino destruyendo toda clase de vida, es más bien como un fuego en el horizonte que le da luz al que está perdido, o como una fogata que calienta en la fría noche y da alimento al cansado caminante mientras regresa a casa.
A veces, como Nadab y Abiú (Levítico 10:1) encendemos un fuego extraño: el del resentimiento y la venganza. Dios nos corrige: “Mía es la venganza” (Deuteronomio 32:35) dice el Señor y nos enseña que podemos encender el perdón y el amor aún a nuestros enemigos. Sí, el evangelio es como fuego consumidor, pero no para destrucción sino para salvación, transformando al que es alcanzado por Él, con el poder de Su perdón.
