“Y nosotros somos testigos de todas las cosas que hizo en la tierra de los judíos y en Jerusalén. Y también le dieron muerte, colgándole en una cruz. A este Dios le resucitó al tercer día e hizo que se manifestara,...” Hechos 10:39-40 LBLA

El mensaje del evangelio está estrechamente ligado a la Cruz de Cristo. No podemos dejar de mirar la Cruz si es que en verdad somos cristianos. La iglesia del principio era insistente en aclarar que Cristo murió, pero en la Cruz. 

¿Cómo es posible que a quién proclamamos Rey y Señor haya muerto como un delincuente, con tanta humillación?

No murió como un general en el campo de batalla, o como un sabio en su recamara rodeado de sus pupilos, o como un gran estadista rodeado de pompa y caravanas, ni siquiera como un revolucionario asesinado convirtiéndose en mártir... Jesucristo subió a la cruz, el madero de la maldición, de la vergüenza, del escarnio.

Parece locura, pero solo los redimidos se nos revela que así debía ser, porque en la cruz se pagó la condena que nos correspondía a nosotros. Nosotros éramos los que debíamos ser humillados, avergonzados, enjuiciados por nuestros pecados y delitos. La locura de la Cruz es la grandeza de nuestra justificación, de nuestra redención, de nuestra salvación y quien ha sido alcanzado por esta verdad revelada, no puede más que manifestar gratitud y amor por aquel que murió en la cruz y, en consecuencia, ser transformado.

Ahora entendemos las palabras del apóstol Pablo:

“Pues Cristo no me envió a bautizar, sino a predicar el evangelio, no con palabras elocuentes, para que no se haga vana la cruz de Cristo. Porque la palabra de la cruz es necedad para los que se pierden, pero para nosotros los salvos es poder de Dios.” 1 Corintios 1:17-18 LBLA